(Moisés S. Palmero Aranda, Educador ambiental) Cada 28 de febrero, por el Día de Andalucía, en Almería terminamos hablando de si hubo pucherazo en el referéndum de 1980, en el que los resultados en nuestra provincia no llegaron al 50% esperado y echaban al traste la creación de la Comunidad Autónoma. Conversaciones que empiezan con el acento, nuestra idiosincrasia murciana, los trajes, cantes y bailes con los que festejamos y poco nos representan, y el abandono y rencoroso olvido que se ha tenido desde Sevilla por nuestra tierra. En todo estoy de acuerdo.
Sin embargo, hay una cosa que sí me emociona de este día. No soy muy de enarbolar banderas, ni cuadrarme ante símbolos patrios, pero tengo que reconocer que la letra de nuestro himno, cantada a voz en grito, me agita la sangre, me eriza el vello y me estimula, zarandea e incita a la revolución. Lo sé, para eso son los himnos.
Soy consciente de que no tiene nada de especial y mis sensaciones solo son un vínculo sentimental, resultado de llevar toda una vida cantándolo. Es más, muchos, si comparamos, dirán que el nuestro es menos poético y elaborado que el de otras comunidades, y seguro que añadirán algunos comentarios innecesarios y faltones, que nos pueden llevar a enfrascarnos en discusiones poco constructivas.
El problema de las banderas y los himnos es que lo enmarañan todo, cuando de forma torticera, malintencionada e interesada, algunos se apoderan de ellos, se cantan de memoria, de forma mecánica, como herramienta de propaganda, o se usan como arma arrojadiza para malmeter, imponerse sobre los demás, o escudo de resistencia ante el que no piensa como tú y con el que no pretendes debatir.
Y es una pena porque en todos se refleja lo mismo, el amor por las raíces, el origen campesino y popular, y la llamada a la unión para la defensa de la tierra y la libertad contra los enemigos que nos las quieren arrebatar.
Este año el ¡Andaluces, levantaos!, ¡pedid tierra y libertad!, ¡sea por Andalucía libre, España y la Humanidad!, se me presenta más necesario que nunca al coincidir con las protestas de los agricultores. Y lo es porque lo que se está poniendo en riesgo es la tierra que aquellos jornaleros, de los que se inspiró Blas Infante para escribir la letra, demandaban, y que con el tiempo pudieron adquirir en propiedad y trabajar de sol a sol para producir los alimentos que necesitamos para vivir.
Sin embargo, las protestas van contra la idea de que la tierra es para quien la trabaja, porque les están allanando el camino a la agroindustria que les ha robado las semillas, les está quitando sus tierras, pronto dominará el agua para regarlas, los está volviendo a esclavizar, imponiéndole la producción, el calibre de las hortalizas y los productos necesarios para conseguir los objetivos que el mercado les marca, para luego llevarse el negocio a donde más beneficio obtenga, y a especular con el precio de los alimentos de primera necesidad y, por consiguiente, con su libertad, y nuestra salud.
El campo, como el resto de la sociedad, necesita una revolución, un levantamiento popular, pero que sirva para defender a la gente, a la ciudadanía, al pueblo, a la naturaleza, al medio rural, a los mercados de abastos, a la economía local, de cercanía, de kilómetro cero.
Una agricultura que regenere el suelo, proteja la biodiversidad, no desperdicie el agua de nuestros acuíferos, y beneficie a los pequeños agricultores y ganaderos. No a los grandes capitales especuladores, no a los intermediarios, no a las grandes superficies, no a las casas de semillas, no a la industria de insumos que envenenan nuestros alimentos, esquilman los ecosistemas, despilfarran los recursos naturales, convierten el planeta en un vertedero, y generan grandes desequilibrios ambientales, sociales y de reparto de la riqueza.
La rápida cesión de la Unión Europea ante las peticiones de los falsos agricultores, modificando los acuerdos adoptados en la agenda verde, para reducir el uso de fitosanitarios y las emisiones de gases de efecto invernadero de nuestro sector primario, solo beneficia a los que consideran que el alimento no se cultiva, sino que se fabrica, se empaqueta en bonitos plásticos de colores de un solo uso y se subasta y comercializa al mejor postor, aunque haya que mandarlo a miles de kilómetros.
Como no nos levantemos en defensa de los verdaderos campesinos, no solo perderemos la tierra y la libertad, la paz y la esperanza, la verde y blanca, sino que volveremos a pasar hambre y a vivir arrodillados. Este año casi no llega para el aceite del desayuno andaluz en los colegios, los tomates venían de Marruecos, y el cereal para el pan a saber de dónde. El año que viene, el capital dirá.